ORGULLOSA OBRERA DEL PESCADO

El sol daba directamente sobre cuatro alfajores colgados en la vidriera. A medida que pasaban los días, sus envoltorios violetas empezaban a desteñirse, presas del calor solar que incesantemente en verano, pegaba de lleno en el kiosco de Claudia. Ese negocio que había puesto su papá empezaba a ser más una carga que una satisfacción. Un problema de números en rojo que mes a mes costaba solventar. Hasta que inevitablemente, una tarde funesta, el destino puso final al “Kiosco de Cacho” y este debió cerrar.
Algunos dirán que fue por la proliferación de los market shop de la zona o que las compras online acabaron con ese polirrubro. Otros, donde Claudia se encuentra, le echarán más el ojo al destino. La cuestión es que Claudia tuvo que salir a ver dónde podía juntar ahora esos pocos pesos que el kiosco le había sabido brindar.
“No voy a agarrar cualquier cosa, esto es momentáneo” había dicho con firmeza Claudia cuando entró a trabajar a “TuPez”, una empresa envasadora de corvina y variado costero. Esta empresa de origen chino operaba en Mar del Plata hacía más de veinte años. Su cuñada le había comentado que esa fábrica estaba buscando personal y Claudia fue a regañadientes, porque entendía que eso “no era lo suyo”. Más lo confirmó cuando empezó a trabajar en su primer día: un olor constante a pescado podrido mezclado con amoníaco que llegaba a marearla, resbalones por la baba de las bachas y las escamas que se le metían por doquier. Además, un frío al que no frenaba ni con dos pantalones. Sumado a un horario que arrancaba muchas veces a las 4 am.
Nada, absolutamente nada le gustaba. Ni la paga. Sin embargo, entendió que por el momento era esa la única opción para poder llevar un plato de comida a su casa. Una mañana de febrero, varias semanas después del primer día de trabajo de Claudia y cuando ya se encontraba ella un poco más habituada, Hiu Shi Gu, el dueño de la empresa, en un castellano dificultosísimo, les contó a ella y a sus compañeros y compañeras que iba a cerrar la planta y mudarse a Caleta Olivia por conveniencia de costos, y que, dada esta situación, ya no los podía tener contratados en la empresa. Automáticamente, los 134 empleados y empleadas se reunieron con sorpresa y desesperación en la puerta de la planta. En esa asamblea, Claudia pudo escuchar las voces de sus compañeros y compañeras, sus realidades y entender así lo injusto de este cierre. El dolor de depender de manos externas para poder alimentarse, entendiendo que lo que para ella era “la changa del momento“ para otras había sido “el trabajo de toda su vida.” No sólo era lo que sabían hacer, sino que sentían a ese trabajo como su profesión.
Esa jornada de lucha los encontró unidos más que nunca: nuevos y viejos empleados, mujeres y hombres que defendían su fuente de trabajo. Claudia no faltó nunca a ningún corte de calle ni a ninguna asamblea; incluso una vez, sin quererlo, tuvo que hablar en una radio abierta organizada por una agrupación de trabajadores en apoyo. Cuando le tocó agarrar el micrófono, sus palabras brotaron desde el fondo de la panza, casi sin procesarlas: “Hace poco tiempo yo empezaba a trabajar acá y nada me gustaba. Luego, muchos de ustedes me hicieron sentir bien, como parte de una gran familia y empecé a encontrarle una identidad. Pero lo más valioso llega ahora, cuando las y los encuentro peleando por su trabajo, por su necesidad. Eso se llama dignidad y no tiene precio. Les quiero agradecer, porque más allá de cómo termine esto, hoy puedo mirar a ustedes, a mi familia y a mis hijos a los ojos y decirles que me siento feliz de ser una orgullosa obrera del pescado.”

Foto y texto: Juan Mathias