El desentendido

el desentendido

Nunca me pensé diferente. Siempre ostenté la seguridad de que mi vida era una más del montón. Nada, absolutamente nada de lo que yo hacía, era especial o tenía una característica diferente a la del resto. Pero no me molestaba que eso fuera así, al revés: me sentía por ello un poco más inteligente que el resto. Ya que, ante la inevitabilidad del final de nuestras vidas, muchos piensan en grandes sucesos, sustanciales logros o en trabajos bien remunerados que le permitan “ser alguien”. Yo ya me sentía alguien siendo yo, sabiendo que nada de lo que hiciera por el mundo iba a poder frenar o retrasar mi destino fatal.

De casa al trabajo, quizá a la casa de algunos de mis pocos amigos y ya. No me metía en actividades que  demandaran mucho tiempo extra. Si había que organizar algún partido de fútbol, por ejemplo, sólo confirmaba cuando sabía que estábamos todos, para no tener que ponerme a invitar a otro jugador para completar. No porque no tuviera a quién invitar, sino porque no me siento cómodo en el rol organizador. Jamás fui el que juntó plata para un regalo colectivo de cumpleaños, ni mucho menos, quien se brindara a una participación social que me sacase horas de más.

Me pasaba en mi trabajo, en la cablera, donde estoy hace más de once años. Ahí nuestra tarea consiste en sacar de los carreteles gigantes del taller, descargar los rollos de los camiones y armar los pedidos al por mayor o al por menor. Cables de obra, de barco, de alta o baja tensión, subterráneos, etc. Es un trabajo en un taller pequeño, monótono, pero absolutamente relajado. No le tengo que poner casi nada de cabeza. Salvo estirar los cables y contar los metros, (eso me castiga un poco la cintura por la posición) y aprovechar los momentos sin trabajo para descansar.

Una tarde tranquila de julio, cuando entraba un frío descomunal por la puerta de chapa del taller, tuvimos que hacer un trabajo que no estaba en las tareas del día. Un pedido nuevo de una empresa grande que se había mudado a la ciudad. Le tuvimos que dedicar a ese encargo algunas horas más del horario de salida. Uno tras otros cargamos carreteles enteros o armábamos paquetes diferentes, por tamaño, por color, por capacidad de conducción de electricidad, etc. Era una tarde de trabajo intenso y frío cortante.

Nachito, era un compañero medianamente nuevo en el taller y el más joven. Muy voluntarioso -demasiado para mí -, con el que solíamos encontrarnos en rencillas sobre los roles del taller. Él no podía estar quieto: si no había trabajo, barría; si había terminado, empezaba a pensar en qué cosas había que hacer para el otro día. Tenía un cohete en el pantalón. No se podía quedar quieto. Yo, sólo con mirarlo, ya me agotaba. Al principio, y a modo de “derecho de piso” le dábamos tareas que en teoría eran nuestras, para que él las hiciera. Con el paso del tiempo se las fuimos sacando, porque las hacía sin problema y ya nos aburríamos de desentendernos de todo.

Aquella tarde, ya casi terminando de cargar el camión, nos dimos cuenta de que hacían falta unos sesenta metros de un cable de 3mm. El carretel que lo contenía estaba bien alto, y obvio, todas nuestras voces apuntaron Nachito. Él, inexplicablemente, ese día se opuso. Que estaba con otras cosas, que por qué él, que éramos ocho en el taller y él no era el único que sabía subir hasta lo más alto a descargar carreteles, entre otros válidos argumentos. Sin embargo, pobre Nacho, siete contra uno terminamos entre chistes y seriedad obligándolo a que fuera a hacer la tarea más pesada. Yo, sobre todo, fui el más vehemente con eso. Enojado pero sin reproches, subió de a saltos los carreteles amontados en el taller. Llegó hasta el último y nos pidió que estubiésemos atentos para atajárselo de abajo. Hay veces que el destino da señales. Nacho tuvo tanta mala suerte que cuando hizo fuerza para sacar el carretel, trastabilló y se vino de espalda con carretel y todo, chocando sin parar hasta que aterrizó. Se hizo luego del barullo un silencio ensordecedor, de esos en los que querés volver el tiempo atrás y decir: Dejá, dejá: voy yo.
Pero nada deja de ocurrir una vez que pasa. Nacho estaba acostado con un carretel encima e inconsciente. 

Lo que sucedió después aparece como en fotos. Gritos, el jefe llamando a una ambulancia, algunos sosteniéndole la mano, otros sentados sin saber qué hacer. 

A las horas, con Nachito ya en la clínica, nos enteramos que había tenido una fisura en la espalda, comprometiendo varias vértebras y que un pedacito de una de éstas se había partido – creo que nos dijeron “apófisis transversa”- y había quedado suelta, casi tocando la médula y haciendo peligrar su futura movilidad. En síntesis, iba a vivir, pero quizá no a caminar. Ese diagnóstico fue lapidario. Nadie se preocupó por esconder sus propias lágrimas. Sus puteadas al cielo, sus abrazos con el de al lado. Pero la tristeza tenía una vuelta más. La operación era por demás costosa, la obra social cubría sólo una parte y debía realizarse lo antes posible. 

Nos juntamos en la puerta de la clínica, y como si algo se apoderara de mí, propuse armar diferentes iniciativas para juntar el dinero para Nachito. Ahí nos pusimos a hacer rifas, números para sortear, pensamos una peña, nos movimos por las fábricas y talleres cercanos con una alcancía, llamé a familiares y amigos para que depositaran en el CBU o el alias que les había mandado por whatsapp. Todo mi mundo empezó a girar en torno a conseguir plata para Nacho. 

Me quedaba horas escribiéndole a gente y dormía poco para aprovechar el tiempo en actividad. Me convertí, sin querer, en el líder de una cruzada solidaria. Por dentro, la llama que todo lo movía, que ardía crepitando mi cuerpo, tenía nombre y se llamaba culpa. 

 A las dos semanas juntamos todo el dinero para Nachito. Lo operaron con éxito y a los dos meses salió caminando, no sin dificultad, de la clínica. Volvió a trabajar medio año después y con tareas pasivas. Si bien le dijeron que hiciera, con cuidado, vida normal, la empresa no quiso arriesgarse y lo mandó a la oficina con cosas administrativas. 

Cuando lo vi entrar por la puerta del taller, lo abracé tanto que casi lo rompo de vuelta. Le decía perdón y gracias al mismo tiempo, le agarré la cara con las dos manos, lo miraba a los ojos. Nachito me decía “listo listo que me mandás a la clínica de vuelta” pero no me importaba. Nacho no sólo fue quien me había convertido en un líder solidario, sino quien también me había despertado de un letargo que me tenía encerrado en su dinámica. 

Esa fría tarde a Nachito se le partió la espalda. A mí, se me había roto en mil pedazos el egoísmo.

Foto y texto: Juan Mathias