LOS DOS PLAGAS

Durante mucho tiempo me dediqué a entregar material de librería a fábricas y empresas de la ciudad. Como ese era un trabajo que me permitía estudiar y en el que no se ganaba mal, lo mantuve el tiempo que más pude. En esos recorridos uno se va haciendo amigo de laburantes, compinche de algún guardia, pero sobre todo,  se va volviendo empático con el trabajo del otro y la otra. 
Una tarde recorrí una fábrica de calefactores. Era un destino nuevo en el reparto mío, pero no en la ciudad. Con más de 90 empleados, era una empresa pujante en el rubro metalúrgico. En ese galpón se escuchaba el ruido de sierras que cortaban chapas, y había un olor a soldadura que a mí, en particular, me gustaba mucho. Entré esa tarde, tratando de encontrar la oficina administrativa para dejar ese primer pedido: 1 Tonner grande, 2 resmas A4, 4 lápices HB y un pack de bandas elásticas. En medio de tanta faena, pude observar a dos obreros que trabajaban en el mismo sector. Existía una responsabilidad mutua, ya que su trabajo dependía el uno del otro. Mientras uno sostenía una especie de plancha, el otro con un remache aseguraba la unión de esa placa con otra más chiquita que estaba al lado.
Me llamó mucho la atención que mientras hacían esa gimnasia de necesidad laboral se los notaba reír con mucha confianza. Risas sobre hechos ajenos a su trabajo, una risa que los tenía casi tentados hasta las lágrimas. La fábrica en la que trabajaban ellos había sido cliente mucho tiempo de la distribuidora, por lo que en el futuro varias veces me tocó llegar a ese galpón con los ruidos y los olores que ya les conté. Cada vez que pasaba veía una escena parecida: O uno contando algo entusiasmado o al otro riendo. Siempre había compañerismo y alegría.
Una tarde le pregunté a Claudio, que era el jefe de administración, si esos dos muchachos, uno más alto y el otro más bajito, hacía mucho que trabajaban ahí:  “Uh ¿esos dos? Terribles plagas. Laburadores, pero unos atorrantes bárbaros. Son los que hacen reír a todo el taller” dijo Claudio con una sonrisa. “Son amigos desde chiquitos, porque vivieron toda la vida en el barrio San Pedro que está acá atrás de la empresa. Luego hicieron la primaria juntos y juntos empezaron la técnica 5 en el centro. Obviamente, juntos los echaron. Aunque a Gustavo, el más alto, lo echaron primero y a Julián, el más bajito, a las pocas semanas. Parecen siameses. A donde va uno, va el otro.”
Mientras Claudio me contaba esa familiaridad entre los dos obreros, a mí se me iba formando una sonrisa en la cara. Como si fuese por una película o una historia que me hiciera sentir bien. Me alegraba esa hermandad. No los conocía, pero me gustaba entender esa complicidad como un extraño que los observaba, viendo desde lejos su vida con cierta envidia y admiración.
Una mañana de Junio fría y oscura me tocó el reparto a esa fábrica, como sucedía en ese año una o dos veces por mes. Al pasar por el sector de Gustavo y Julián, noté que el más chiquito no estaba. Ciertamente, no me sorprendió, porque podría estar enfermo o en el baño. Pero no me aguanté la curiosidad de saber si eso era realmente así, si no había nada por qué preocuparme. Apenas lo vi a Claudio, le entregué las resmas, el Tonner y toda la librería encargada, y casi sin frenar las palabras le dije: “¿Qué pasó con el dúo dinámico? ¿Uno quedó de resaca en la casa?” Solté casi como esperando que esa fuera la respuesta. Claudio me miró con seriedad. “Ah no sabés nada…” me dijo con voz seca. No entendía por qué, pero me empezó a agarrar como una especie de palpitación sobre una respuesta que no sólo no conocía, sino que fuese cual fuese, se iba a referir a dos desconocidos que veía como mucho dos veces al mes, y que nada, absolutamente nada tenían que ver con mi vida. Sin embargo, era incontrolable la ansiedad, la necesidad de que su boca dijera ya mismo que estaba todo bien, que no pasaba nada con esos dos amigos. Pero no fue así. Claudio me contó que en el barrio San Pedro las cosas estaban complicadas, y en un confuso hecho de inseguridad entre bandas del barrio, una bala había impactado en el pecho de Julián, y que ahora estaba internado en el hospital al filo de la muerte, con pronóstico reservado y pocas esperanzas.
Claudio estaba triste, pero siguió con lo suyo. A mí se me llenaron los ojos de lágrimas, aunque por una estúpida y machista valentía (el tiempo dirá que quizá fue vergüenza) supe contenerlas dentro de mis ojos.
Cuando pasé por ese pasillo y vi a Gustavo solo, haciendo otra tarea, sentí el deseo de ir a abrazarlo, a decirle que no lo conocía, pero que lo admiraba. Que si él quería yo podría hacer el trabajo de Julián, y quizá así sacarle alguna sonrisa también. Claramente, un sentido de la ubicación me frenó. Llegué como pude a la camioneta de reparto y lloré como si el internado fuese mi amigo. Me salía del pecho el llanto acongojado por un dolor que no era mío. Por un robo sentimental a una historia que veía solo de lejos, ajena, pero profundamente cercana.
Seguí trabajando y la próxima vez que me tocó ir a ese taller, falté, argumentando un malestar corporal. Esas fueron mis últimas semanas en la distribuidora. Renuncié a los pocos días.
Nada me quedó tan marcado como esa historia de amor de amigos, como ese deseo de que ellos también fueran los míos y como ese dolor de quien pierde a una parte de su alma.
Hace pocos días, pasé de casualidad por la puerta de la fábrica. Automáticamente frené el auto en la puerta y esperé la salida del personal. A medida que iban saliendo, apretaba con mis manos el volante del auto. Imaginaba una postal que temía no fuera a suceder, por el sombrío panorama que me había pintado aquella vez Claudio. En medio del tumulto distinguí claramente a Gustavo, saliendo solo de la fábrica. Nuevamente la congoja se instaló en mi garganta. Estaba a punto de arrancar cuando divisé de lejos a Julián, riéndose mientras otro obrero le hablaba. Ahí estaba ese pibe que le dijo que no a la muerte, volviendo a la fábrica donde no era uno más, sino el protagonista principal de los sueños de otro laburante.

Foto y texto: Juan Mathias