LA SECCIÓN
Primer día de laburo en la fábrica textil. Yo era el nuevo, entre casi doscientos obreros y obreras. Algunos tenían más de veinte años de antigüedad. Mi supervisor me puso en tarea enseguida y arranqué frente a una máquina gigante, poniendo “embriones” de pulóveres. La máquina iba haciendo el punto desde donde la prenda se iba desarrollando. Recuerdo que me tocó un primer pulóver rojo, hermoso.
Ese fue mi lugar durante ocho meses. Ahí me fui haciendo compinche del Cabezón Cesar, un flaco largo, medio chamuyero pero buen compañero; y de “La Betty”, una señora con pelo corto, rubio rojizo de unos 50 largos, que todos los días me contaba los avances de su nieta durante sus primeros meses de vida. También estaba Claudia, a quien observaba por los pasillos inmutable, bañado en una timidez que aún no logro romper para poder acercarme y aunque sea hablar un rato, saber cómo está, si le gusta el trabajo, si tiene novio. Pero esa es una batalla en mi interior que aún no puedo ganar. Siento en el fondo que gran parte del porqué trabajo ahí, tiene su nombre.
Hace dos semanas hubo un nuevo cambio para mí, dejé la máquina de poner hilos y me pasaron a otra con especificidades diferentes y de trabajo individual. Ya no es poner hilos, sino, cortar las prendas y dejarlas listas para las costuras finales.
El primer día fue todo confusión. Enredé una prenda y la rompí y sin querer, le metí una patada a una caja con botones y la desparramé por todo el piso de Portland. Pero despacito fui agarrando la idea. En el corte para almorzar, ese primer día, muchos de mis compañeros se me acercaron, preguntándome si me había sentido bien. En primera instancia pensé que me preguntaban cómo estaba por el nuevo lugar de trabajo; pero en realidad estaban indagando sobre cosas que no son comunes de preguntar: ¿Viste algo raro? ¿Escuchaste algo diferente? ¿Tuviste una sensación extraña? Frené ese burdo interrogatorio y les pregunté qué querían saber en realidad. Betty, hizo como una mueca de que no importaba mucho. Yo me puse más firme y les dije que quería saber. El cabezón fue al grano: – “Nada, pasa que hay rumores sobre esa sección”
– ¿Rumores de qué? les dije medio extrañado.
Gonzalo, otro de los viejos de la fábrica, dijo sin abrir mucho la boca “Se habla de que ahí hay fantasmas.” Apenas terminó la frase largué una carcajada que se escuchó en toda la fábrica.
– ¿¿Fantasmas??? ¿Cuántos años tenés, Cabeza? ¿Y vos, Gonza? ¿Te creés eso?
Betty se reía de compromiso. Lo noté. “No puedo entender cómo se creen esas pavadas. Además ¿Por qué habría fantasmas en esta fábrica?”- solté con soberbia. Gonzalo no bajó la guardia:
– Mirá, siempre se dijo que en esa sección se escuchaban voces y que las máquinas se prendían solas. Una vez, una de las obreras de ese sector salió gritando y corriendo para los vestuarios, se cambió, pálida casi al borde de un ataque de pánico y renunció. Lo único que dijo fue “Los vi, los vi.”
Terminé la jornada con felicidad por el cambio, pero con una sensación rara por los comentarios tenebrosos de mis compañeros. Transcurrí esas dos semanas de trabajo sin ningún tipo de inconveniente. Nada esotérico ni ningún hecho raro más que el monótono movimiento de los engranajes y su música sutil. Olvidé esas conversaciones y seguí trabajando en la solitaria sección.
Ayer quedé solo en toda la fábrica haciendo extras, junto a Ramón, el sereno. Pensé que en esta fecha tan especial para mi, la fábrica iba a tener algún gesto conmigo. (Aunque en el fondo, ya hay lugares de donde no espero mucho) En determinado momento, Ramón, me preguntó si podía dejarme el handy, porque tenía que hacer una llamada personal. Claramente le dije que sí, y me quedé solo trabajando.
Estaba concentrado en mis quehaceres cuando sentí que Ramón había regresado. Así, como se siente la presencia de las personas cerca. Esa sensación inexplicable, pero infalible. Cuando giré para devolverle el handy, Ramón no estaba. Ahí cayeron como una cascada los comentarios de mis compañeros, y me hicieron sentir un cosquilleo horrible en la espalda y nuca. Volví a girar la cabeza, y llamé a Ramón de un grito, y nada. No pude dejar de sacarle la mirada a la prenda que estaba preparando. Sentí un sutil hormigueo desde los pies a la columna. El deseo de no estar solo me hacía girar la cabeza hacia la puerta de la sección por la que se había ido el sereno, siempre cerrada. Ni un esbozo de la vuelta de Ramón. Fui girando frenéticamente cada dos segundos hasta que la vi semiabierta. Ahí me relajé un momento, sabiendo que entre las máquinas iba a ver los pasos de Ramón que en ese momento era como un protector inesperado. Pero nada de eso pasó. Nadie apareció detrás de esa puerta ni en el pasillo. En un rapto de desesperación contenida, apagué la máquina y me puse de espaldas a ella, contemplando todo el lugar. Grité: “Ramón, si esto es una joda te recago a trompadas!” Pero nada pasó. Seguía alterado pero paralizado por la desesperación. Entonces, para colmo de males, se corta la luz.
Sin energía eléctrica, el ruido de las máquinas cesó. Ya al borde de un ataque de nervios, veo una luz tenue anaranjada, que flotando lentamente se va acercando por el pasillo principal. A medida que se acercaba, sentí otra vez la sensación de gente cerca. En un segundo, donde todo se frena y uno no sabe que hacer, el corazón latiendo a mucha velocidad, mi respiración entrecortada, se escucha el click de las térmicas, se prenden las luces de la fábrica y se ve esa luz naranja, en una vela, sobre una gran torta repleta de crema chantilly, a mi familia y a mi compañeros y compañeras de trabajo, con alegría cantando un clásico y cariñoso ¡Feliz cumpleaños! Además, como corolario de la sorpresa, la hermosa torta iba en las manos de Claudia, que miraba con sonrisa y un poco de picardía.
Ese día casi muero dos veces. Una de susto, y otra de amor.
Foto y texto: Juan Mathias